"El camino no se crea solo en un sentido
físico. El camino, comunicando los dos niveles del barrio, también ha
creado un lugar más digno, cultural y humanamente significado. Y lo que
valen la pena las puestas de sol allí"
Artículo de Jaume Prat publicado en "Diario 16" con el título "Pasear a través del espejo"
El desarrollo industrial con el que Euskadi supera la postguerra
tendrá dos derivadas urbanísticosociales importantes: Una, que la
industria quedará alojada en el fondo de los valles, donde están el
agua, la alta tensión y las comunicaciones. Dos, que dicha industria
consumirá una cantidad ingente de mano de obra mayoritariamente
proveniente del resto de España que quedará alojada en barrios masivos
de vivienda que ocuparán el único terreno que se les dejará: las
vertientes de los valles, esculpidas a golpe de barreño en forma de
urbanizaciones casi verticales con los edificios paralelos a las curvas
de nivel. Su dotación de equipamientos será mínima. Su accesibilidad se
confiará a las piernas de unos recién llegados mayoritariamente jóvenes y
sanos.
El marco social de Euskadi ha cambiado profundamente. La pirámide
poblacional del país, antes una campana, ahora una pagoda, es el reflejo
más dramático de esta situación. Estos barrios de vivienda continúan
ocupados por sus habitantes originales, cuyas piernas no san ya ni tan
jóvenes ni tan sanas. Tanto para resolver los problemas de accesibilidad
que tiene esta población (ahora perentorios) como para crear los
equipamientos que se necesitan ahora no quedan más terrenos que aquellos
demasiado empinados como para construir en ellos: terrenos marginales
en el sentido literal de la expresión. Terrenos que, como Euskadi es
Euskadi, bullen de una vegetación verde y exuberante.
El estudio donostiarra Vaumm(1) ganó el concurso para resolver la
accesibilidad en Alaberga, un barrio de Errentería donde estos problemas
se hacen patentes. Como los vascos solo construyen plantas bajas(2) se
les puede considerar unos expertos en estas lides, experiencia que ya
demostraron resolviendo la accesibilidad de otro barrio de esta misma
ciudad. La manera de conseguirlo es conceptualmente muy sencilla: si
consideramos la ladera del valle como la hipotenusa de un triángulo
rectángulo se construyen los dos catetos del mismo, se convierte el
vertical en un ascensor y el horizontal en una pasarela a pie plano. Los
desplazamientos se desglosan en una vertical absoluta y una horizontal
absoluta. Y no veas las vistas. En su intervención previa, además, esto
se completó excavando bajo la ladera para conseguir espacios de
aparcamiento invisibles.
Ninguna sorpresa: el único lugar disponible en
Alaberga para disponer estos dos catetos es una falda que salva los dos
niveles del barrio a través de una especie de resto lleno de árboles
crecidos muy bonitos. El desnivel no es ninguna broma, ya que debe de
rondar sus buenos cuarenta metros, casi imposibles de salvar, tanto por
motivos económicos como de impacto ambiental, con una única torre de
ascensores. Se necesitan dos, una tras otra, enfiladas para construir un
eje urbano que hasta ese momento tan sólo era virtual.
La decisión principal del proyecto no es saltar sobre este desnivel
para obviarlo: es convertirlo en lugar. Conseguir que este resto verde
tan inconveniente urbanísticamente como agradable para la vista
signifique algo.
La manera de conseguirlo ha sido revestir toda la construcción con
espejos, no hechos de cristal, sino de acero inoxidable pulido. Reflejar
el lugar es hacerlo aparecer. La torre juega este juego ambiguo de
imponer su presencia y a la vez querer desaparecer. Y no solo eso: se
convierte en un reloj que, con su manera cambiante hora a hora de
relacionarse con el entorno, nos habla del paso del tiempo: de las horas
del día, de las estaciones, convirtiendo un mamotreto agresivo en una
pieza sensible y respetuosa. Porque este proyecto ejemplifica los dos
caminos de la dignidad que constituyen la arquitectura: el camino del
pragmatismo, el resolver la necesidad inmediata de no dejarse las
rodillas en pendientes que serían ilegales hasta para una rampa de
aparcamiento (ya no hablemos de si vas en muletas, andador o silla de
ruedas) y el camino de la identidad. No se trata solo de conseguir ir de
un sitio a otro fácilmente. Se trata de estar en un barrio significado
por una obra única que no está (que no puede estar) en ningún otro lado
ni de la localidad ni del mundo. El camino no se crea solo en un sentido
físico. El camino, comunicando los dos niveles del barrio, también ha
creado un lugar más digno, cultural y humanamente significado. Y lo que
valen la pena las puestas de sol allí.
(1) Vaumm está formado por los arquitectos Marta
Álvarez Pastor, Iñigo García Odiaga, Jon Muniategiandikoetxea, Javier
Ubillos y Tomás Valenciano.
(2) No es broma. Si nos fijamos en un caserío
vasco encontraremos que éste se incrusta en la ladera de un valle para
dejar limpios los terrenos planos donde se puede cultivar (versión
agrícola y poco densa de la situación industrial). La gran pendiente se
usa para conseguir entrar a pie plano a todas las plantas de la casa,
desde los corrales del nivel inferior al pajar ubicado en la azotea.
Literalmente un caserío solo tiene plantas bajas. Los Vaumm lo saben tan
bien que convirtieron su proyecto más conocido, el Centro Culinario
vasco, en un enorme caserío moderno. Imaginad los cimientos que
necesitan los caseríos vascos para ello, cimientos también necesarios
para las versiones modernas del mismo que propone Vaumm. El libro más
interesante que se podría hacer sobre este estudio sería un recorrido
por los cimientos de sus obras.